Tango A Evaristo Carriego.

                                                        A Evaristo Carriego


Alma Ortiz

Tango que fuiste feliz

como yo también lo he sido,

según me cuenta el recuerdo,

que está hecho un poco de olvido.

De “Alguien le dice al tango”

  J. L. BORGES               


             

Las notas evocadoras del bandoneón, transportaron a Marcela, al salón de

baile “Sin rumbo”. Embelesada, seguía sin perder detalle, los pies de aquella

pareja que, al compás de “Tinta roja”, se deslizaban acariciando el piso, Paredón,

tinta roja, en el gris del ayer..., firuletes, cortes, sacadas, tu emoción, de ladrillo

feliz, sobre mi callejón..., ochos y una media luna. Las piernas y los pies

garabateaban silenciosas figuras que expresaban lo que las palabras no podrían

pronunciar. Las zapatillas calzaban unas piernas bien formadas, que de pronto se

enlazaron; él la hizo girar sobre su eje, como la muñequita de una caja musical;

después, ella hizo una plancha y se dejó ir hacia él, en una espectacular diagonal,

¿Dónde estará mi arrabal? ¿Quién se robó mi niñez?... Paredón, tinta roja en el

gris del ayer... Ella, coqueta, lucía un vestido negro que ceñía su cuerpo, abierto

de un lado, lo que permitía ver sus blancos y torneados muslos envueltos en unas

medias de red, y en la parte superior del vestido, dos diminutos tirantes que

dejaban al descubierto sus hombros; llevaba un cinto de terciopelo negro al cuello,

con una pequeña flor roja que hacía juego con sus zapatos. Él, arrogante, con

saco negro y pantalón fantasía –a rayas negras y grises–, sombrero inclinado, a lo

Gardel, y zapatos de charol. El negro y rojo del ambiente, iluminado tenuemente

por las bombillas del salón, dejaba ver sus rostros lánguidos y soberbios, los

cuerpos abrazados en una entrega total y los pies que dibujaban figuras en el piso

en una perfecta coordinación y sincronía, como dice Copes: “Lo esencial empieza

arriba, en la cabeza, y luego pasa por el corazón. Los pies son la consecuencia”.


Después del Café Tortoni –siempre en la misma mesa–, a la milonga. Él estaba

allí, fumando su acostumbrado tabaco; el olor llegaba hasta mí y me abrazaba.

Era el mejor de los milongueros y yo soñaba a diario que se dirigía hacia mi mesa,

apresuraba nerviosa mi tinto y él extendía su mano y acompañaba la invitación a

bailar con una actitud sobradora, mezcla de seguridad y gallardía; me tomaba

entre sus brazos, suave y enérgicamente, a la vez. Era como si estuviéramos

flotando: recorríamos la pista ante las miradas asombradas de unos, admiradas de

otros y envidiosas, de las mujeres del lugar, que suspiraban por ocupar mi sitio.

Pero una y otra vez ocurría lo mismo: él pasaba de largo y sacaba a bailar a su

preferida.

“Lo tengo que lograr. Tomaré lecciones de tango y seré una de las mejores”,

pensé.

*****

–Buenas tardes. Vengo por las clases de tango, que vi anunciadas. Conozco los

pasos principales, y no lo hago tan mal, pero no es suficiente; necesito sus

consejos y enseñanzas.

–Pero es que...

–Si usted tiene tiempo, podemos empezar ahora mismo.

–Dispongo de tiempo en estos momentos, pero...

–Yo me adapto a su horario. Me gustaría dos o tres veces por semana, pero como

usted diga...

–No es por el horario, es que...

–Maestro, por favor, acépteme como su alumna. Soy muy disciplinada y tengo

verdadero interés.

–Bueno, está bien. Vamos primero a puntualizar aspectos que son fundamentales:

recuerde que lo principal es que al tango lo tiene que sentir; no lo puede

racionalizar ni sistematizar, a pesar de lo preciso que es. El tango es un

sentimiento que se baila, comentó el maestro Jorge Luis, encendiendo un

cigarrillo, de los mismos que fumaba Carlos Gavito.

El olor penetraba a Marcela en lo más profundo de su ser.


–Yo creo que debe ser más natural, parece, como si anduviera disfrazada –dijo

Jorge Luis, al tiempo que la tomaba de una mano y la hacía girar.

–Tiene contenidos sus sentimientos, así como a esa hermosa cabellera.

Marcela desató el cinto que amarraba el cabello y sacudió su espesa melena

negra que caía por debajo de sus hombros.

–Bueno, ya está, ¿y ahora?

–Pues ahora. ya es muy tarde, la espero mañana a la misma hora.

Marcela caminó hacia su casa por las calles húmedas de La Boca, pensando

ilusionada en su próxima lección. Al doblar en la siguiente esquina escuchó las

quejas de un bandoneón, que salían del patio de una casa, que tenía las puertas

abiertas. Marcela, discretamente se detuvo un momento, para escuchar el

“Cuesta abajo”, interpretado por los integrantes de la tertulia a una sola voz.

*****

–¡Hola! Que puntual –comentó Jorge Luis, al tiempo que besaba a Marcela en la

mejilla.

–Bien, ahora a caminar.

–¿A caminar?

–Claro. La base del tango es un buen caminado. Vamos, camine hacia la

chimenea.

Marcela no entendía el sentido exacto de las prácticas que se le imponían, pero

obedecía, una a una, las indicaciones de su maestro.

–Ahora veremos algo de teoría –dijo Jorge Luis.

–Perdón, pero la teoría, ¿para qué?

–Es importante conocer más sobre el tema que a uno le interesa. Le ayudará a

comprenderlo mejor; ya le he dicho que al tango hay que entenderlo.

Marcela abrió sus grandes ojos y se dispuso a escuchar a su maestro.

–Verá: el tango nació en los burdeles que se encontraban a las orillas del Río de la

Plata. Era considerado entonces tan obsceno que sólo parejas de hombres se

atrevían a bailarlo en público; estaba absolutamente prohibido en Buenos Aires.


Fue introducido en la alta sociedad parisina en los años treinta y solo después de

ser aceptado en París, fue bienvenido, entre las familias de abolengo de Buenos

Aires, rompiendo las barreras que separaban la clase baja de la alta sociedad

porteña. Es un género que acaba por imponerse, tal vez porque todos tenemos

esa nostalgia de amores que no fueron, de añoranzas de nuestra niñez y juventud,

de nuestro barrio, de los recuerdos que se están borrando, o simplemente de los

tiempos que se han ido.

Marcela le tenía, cada vez, mayor admiración a su maestro.

*****

Fue como un milagro. Carlos Gavito se acercó, con paso firme, a Marcela y le

extendió la mano, al tiempo que le sonreía y la miraba profundamente a los ojos.

Ella, totalmente transformada, portaba un vestido rojo que contrastaba con su

larga cabellera negra y ceñía su cuerpo; de la cadera se desprendían unos

pliegues en forma de abanico sostenido por un broche. Bailaban como si lo

hubieran hecho toda la vida, era mejor de lo que ella había imaginado durante

tantas noches, en una entrega y entendimiento total.

–¡Maestro, lo logré!, gracias a su ayuda. Ayer sentí que el mundo giraba a mis

pies.

–Pues, en verdad, me da mucho gusto por usted, y por mí, porque no estuvo tan

mal para un teórico como yo, ¿verdad?

–¿Cómo?

–Sí. Yo soy escritor, el maestro de tango vive en el piso de arriba. Era tal su

ansiedad, que nunca me dejó que le explicara la enorme confusión; después, se

me antojó hacer el experimento, seguro de que a las primeras de cambio me

descubriría. Sentí un gran temor, pues ya había llegado muy lejos, era tan puntual

y tenía tanto entusiasmo, que no me atreví a desilusionarla.


Marcela no daba crédito a lo que estaba escuchando, y se quedó paralizada, sin

aliento.

Un ruido estruendoso llegó hasta ella, haciéndola reaccionar y volver a la

realidad: era la gran ovación que el público brindaba a la extraordinaria

interpretación de “A Evaristo Carriego” de Forever Tango.

Marcela, emocionada, aplaudía a rabiar, a los músicos, a su homónima Marcela

Durán y a Carlos Gavito, quien la había impresionado con su presencia, gallardía y

su peculiar forma de bailar. Salió del teatro, con el firme propósito, de aprender a

bailar tango.

–Buenas tardes. Vengo por las clases de tango que vi anunciadas...

                                        

 

Dedicado a Carlos Gavito,  Marcela Durán

y milongueros de corazón.

https://www.youtube.com/watch?v=tir5_m6E4lc








 

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